No te arrepientas de crucificar tu carne por amor a Cristo, pues Él es quien la ha creado. No temas frente al dolor, porque Él tiene poder para sanar toda herida. No te lamentes por haberle ofrecido tu existencia entera: Él la renovará, la glorificará y te la devolverá transfigurada. Así como Cristo sufrió por vosotros, también vosotros sufrís por causa de Cristo.

Mira a tu alrededor: cuánto dolor, cuánta miseria y cuántas penas cargan las almas. Por más que a ti te duela, hay otros que sufren aún más. No importa cuán desdichado te sientas: existen quienes viven en mayor desdicha. ¡Gloria y acción de gracias al Señor por no enviarte pruebas mayores! Toma valor, comienza de nuevo y agradécele con tu combate espiritual. Porque con un poco de esfuerzo temporal se alcanzan bienes eternos e infinitos, como una luz que alumbra los ojos y una corona de gloria sobre los hombros.

¿Sabes por qué te abruma la miseria y el disgusto del alma? Porque no amas al Señor con todo tu corazón. Y quien no lo ama con todo el poder de su alma, verá el camino que lleva a la vida como estrecho y opresivo. Ama al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Deut. 6:5).

Los santos de nuestra Iglesia, que amaban a Dios con profundo ardor, consideraban todo esfuerzo por Él como alegría, todo dolor como ausencia de tristeza, y toda aflicción como bendición. Algunos, movidos por el amor divino, no podían permanecer de pie ni un instante sin interceptar el torrente de deseo que los impulsaba hacia Él. Incluso despreciaban las necesidades humanas básicas, como la comida y el sueño, para no verse privados de una comunión absoluta e ininterrumpida con el Señor. Tan encendidas y cautivadas estaban sus almas por el amor divino, que vivían como ángeles inocentes, entregados a un ayuno sobrehumano, a una vigilia continua, a oraciones incesantes y a alabanzas sin fin.

Por supuesto, todo lo que lograron sería humanamente inalcanzable, si en su amor por Dios no hubiese sido añadida la gracia divina. Porque «Dios siempre obra para el bien de los que lo aman» (Rom. 8:28), y así se confirma la palabra: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt. 11:30).

🌟 Prepárate, hermano mío

Prepárate para recibir al Esposo celestial, al admirable Señor Jesucristo. He aquí, «Él viene en medio de la noche; bienaventurado el siervo que sea hallado vigilante, pero indigno será el que duerma en la tibieza». ¡Despierta! Prepara la lámpara de tu corazón. Levántate, ¿en qué estás? El momento se acerca y el silencio se vuelve clamor.

Él viene. Vivirás con Él y reinarás eternamente. No apagues la lámpara. No adormezcas tu alma con el hastío y la apatía. Prepárate para recibir al Señor de la gloria dentro de ti. Ya ha llegado y llama a la puerta de tu corazón. Escúchalo:

«He aquí, estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en él, cenaré con él y él conmigo… Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono…» (Apoc. 3:20-22).