En la tradición ortodoxa, la pureza no es una virtud aislada ni una simple práctica ascética. Es condición esencial para la comunión con Dios. Como enseñó el Señor: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Esta visión de Dios no es una experiencia mística reservada a unos pocos, sino una promesa para todo aquel que se deja purificar por la gracia divina.

El cuerpo como instrumento espiritual

Aunque el alma es la que decide, siente y se orienta hacia Dios, el cuerpo participa activamente en esa dinámica. Los sentidos, los gestos, las acciones corporales pueden ser canales de santidad o de pecado. Cuando los ojos se desvían, cuando los oídos se cierran a la verdad, cuando las manos y los pies se entregan a lo que no edifica, el cuerpo y el alma se contaminan juntos.
La Iglesia nos recuerda que incluso los placeres legítimos, como el alimento o el descanso, pueden convertirse en ocasión de caída si no están ordenados por la templanza. La pureza, entonces, no es solo abstención de lo impuro, sino una disposición integral que abarca cuerpo y alma, voluntad y deseo, interior y exterior.

La gracia purificadora

El ser humano, por sí solo, no puede alcanzar la pureza perfecta. Es Dios quien purifica. Pero esta obra divina requiere nuestra colaboración: vigilancia, oración, humildad. La gracia del Bautismo, que habita en nosotros, puede quedar inactiva si no cuidamos nuestra vida espiritual. Y cuando comulgamos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, recibimos al mismo Señor en nuestro interior. ¿Cómo podría permanecer en nosotros si estamos espiritualmente sucios?
La presencia de Cristo en el alma exige limpieza. No una limpieza superficial, sino una transformación profunda que abarca pensamientos, afectos, hábitos y deseos. Ser puros en el cuerpo y en el alma es permitir que Dios habite en nosotros sin obstáculos.

Sensibilidad espiritual: una analogía cotidiana

Muchos tienen una sensibilidad especial hacia la limpieza material: cuidan su casa, su ropa, sus espacios. No toleran el desorden ni la suciedad. Esta actitud, aunque natural, puede convertirse en una imagen de lo espiritual. Así como no nos sentimos cómodos en un ambiente sucio, tampoco deberíamos sentirnos cómodos cuando nuestra alma está desordenada, manchada por el pecado o la negligencia.
Dios desea purificarnos. Pero si no colaboramos, si no cuidamos nuestra vida interior, volvemos a ensuciarnos. Como en una casa donde la limpieza depende de todos sus miembros, también en nuestra alma la pureza requiere atención constante.

Conclusión

La pureza no es perfección, sino apertura a la acción de Dios. Es un camino, no un estado. Y en ese camino, cuerpo y alma deben caminar juntos. Que nuestra sensibilidad espiritual crezca, que nuestra vigilancia se afine, y que nuestra comunión con Dios sea cada vez más plena, más luminosa, más verdadera.